Mas tarde, el hato quedó en silencio. Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, «carne cansada y dolorosa», que más tarde, invi-siblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas pági¬nas que han sido dadas a nuestros ojos. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. El hombre que «necesita un millón de pesos para mañana a la maña¬na sin falta» no es un mito ni una creación de los desdichados que tienen que servirle todos los días un plato humorístico a los lectores de un periódico; no. Y he pensado en el hombre del umbral; he pensado en la dul¬zura de estar sentado en mangas de camiseta en el mármol de una puerta. En la felicidad de estar casado con una planchadora y decirle: -Nena, dame quince guitas para un paquete de cigarrillos. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despa¬chante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino «un margen del quince por ciento», es decir, quince cen¬tavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.
Ni sombra de lo que usted conoció. Venga usted acá, soñador -exclamó don Rafo- a saborear el último brandy de mis alforjas. Calcule usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros, que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París ocurre lo mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual. El que más labura es aquel que hace diez años fue cartero. Si siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un traje cada cinco años. Han descendido en categoría, y casi se les puede equiparar a los remen¬dones de portal a ellos que han «necesitado nueve años de estudio teórico y práctico». De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nos¬talgia del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón. En Rusia, al menos en la época del zarismo, todos los relojeros eran sindicados como semirrevolucionarios. Cierto es que Silvestre III gozaba de fama de ser un poco mago y cultivador de la ciencias ocultas, equipaciones de futbol baratas pero en esa época todo ar¬te un poco delicado recibía el nombré de brujería. Recuérdese que bajo el reinado de Iván el Terrible, fue un relojero el que con¬feccionó un aparato para volar; y que el papa Silvestre III también era relo¬jero de afición y tenía en sus jardines un pájaro mecánico, que cantaba des¬de un árbol de esmeralda.
Las desavenencias que originaron la traslación del pueblo de San Cristóbal a la falda de Cerro Santo, no se acabaron con mudar de sitio, sino que continuando llegaron al extremo de tener que abandonarlo de nuevo y traer la ciudad de Barcelona al sitio que ocupa actualmente en la orilla del Neverí, desde el año de 1671 en que se fijó en aquel lugar bajo el gobierno de don Sancho Fernández de Angulo. La actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores y a utilizar, bajo los auspicios de las leyes, la indolente ociosidad de los naturales. Salvo los aristócratas de la relojería, el resto se ve relegado a innobles cuchitriles don¬de tienen que lidiar con relojes baratos y de «serie», llenos de defectos, y que requieren un trabajo espantoso para evitar que den las doce antes de hora. Porque recordarán ustedes que ese trabajo de corcovado, y de cíclope, ya que el sujeto trabaja con un solo ojo, es agobiador. Ese gayito es mío y lo quero poné en cuerda pa las riñas que vienen.
Pero en ese caso la mujer tiene que ser muy perversa. Ora díganme ustées si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao a tóos. Aquí viven má de mil hombres y tóos ganan una libra diaria. De una cosa se salta involuntariamente a la otra, y así, cuando menos pensaba uno, se encuentra frente al tema de la fidelidad de los fiacas. Frente a las vidrieras de las agencias de automóviles, hay detenidos, a toda hora, zaparrastrosos inverosímiles, que relojean una má¬quina de diez mil para arriba y piensan si ésa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan en el bolsillo la única monedita que les servi¬rá para almorzar y cenar en un bar automático. Por más práctica que tenga es inútil, no servirá para el trabajo fino y delicado, para componer y refaccio¬nar relojes pulseras de señoras, que tienen las piezas microscópicas. Y es que en otros tiempos el oficio de relojero era un trabajo lleno de con¬diciones misteriosas, y casi sagradas. Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filo¬sófico. A todos los que quieran escuchar le cuenta la historia.
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